En
España, La Constitución consensuada de finales de 1978 fue posible porque hubo
algunas ideas comunes en las que se estaba de acuerdo.
Esas ideas eran, como ya lo expresara Gregorio Peces-Barba (en su artículo
“Sobre el consenso y otros temas”, en 1994): “los valores superiores, los
derechos fundamentales, y los principios de organización de los poderes”.
Los valores
superiores propugnados por la Constitución Española son: la libertad, la
justicia, la igualdad y el pluralismo político (ver art. 1, 1). A la dignidad
humana va unida la capacidad de elegir. Quienes quieran controlar y decidir
anulando a la persona y su propia dignidad o incluso la capacidad de las
personas para dialogar y comunicarse, sean religiones o iglesias, ideologías partidistas
y partidos totalitarios o comunidades y sociedades cerradas, son adversarios de
la dignidad humana. Por ello, la Justicia, y su sentido de equidad, no pueden
sino derivar de la dignidad de la persona concreta, de la comunidad o sociedad
abierta a la participación ciudadana, es decir, de la legitimación humana y
contractual del poder y del propio Estado Social y Democrático de Derecho con
su ordenamiento jurídico constitucional, siempre mejorable en aras de la
realización de las personas y de las comunidades que viven el bienestar en
sociedad gracias a una vida digna en común, así como en aras de la colaboración
en el fortalecimiento de unas relaciones pacíficas y de eficaz cooperación
entre todos los pueblos de la Tierra.
En cuanto a Derechos
y Deberes fundamentales, el art. 10, 1 establece: La dignidad de la
persona, los derechos inviolables inherentes, el libre desarrollo de la
personalidad, el respeto a la Ley y a los derechos de los demás son fundamentos
del orden político y de la paz social. Ahora bien, ese Título Primero de la
Constitución tiene un Capítulo Primero que se titula “De los españoles y los
extranjeros” y, en el Capítulo II: Derechos y libertades”, el art. 14 dice:
“Los españoles son iguales ante la Ley, sin que pueda prevalecer discriminación
alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra
condición o circunstancia personal o social.” Pero ¿cómo restringir ese derecho
sólo a personas de nacionalidad española cuando en el art. 10, 2 de la
Constitución se afirma lo que a continuación se transcribe? Art. 10, 2: “Las
normas relativas a los derechos fundamentales y a las libertades que la
Constitución reconoce se interpretarán de conformidad con la Declaración Universal
de los Derechos Humanos y los tratados y acuerdos internacionales sobre las
mismas materias ratificados por España”.
¿Cuál es, pues, el problema? Pues que la dignidad humana debe garantizarse no sólo como idea sino como
derecho de toda persona, nacional o extranjera.
No basta con la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea (de finales
de marzo de 2010) ¿Por qué? Porque es demasiado
declarativa y poco vinculante, cómo debería esperarse de una Carta de Derechos
que se proclaman como “fundamentales”.
En efecto, en el Preámbulo se dice: “Consciente de su
patrimonio espiritual y moral, la Unión está fundada sobre los valores
indivisibles y universales de la dignidad humana, la libertad, la igualdad y la
solidaridad, y se basa en los principios de la Democracia y el Estado de
Derecho. Al instituir la ciudadanía de la Unión y crear un espacio de libertad,
seguridad y justicia, sitúa a la persona en el centro de su actuación”. Ahora
bien, ¿cómo se concreta esta declaración en la praxis?
Los pueblos de Europa, al crear entre sí una unión que se quería
cada vez más estrecha, decidieron compartir un porvenir pacífico basado en
valores comunes, pero si eso ya está siendo difícil entre ellos, al Noroeste y
al Este, sobre todo, pero también al Sur, en el Mediterráneo, ¿en que se queda
la mano tendida y la corresponsabilidad respecto de la Comunidad Humana? La
palma de la mano de la Justicia, o la asistencia jurídica (arts. 47 al 50), con
sus dedos de dignidad (arts. 1 al 5), libertad y seguridad (arts. 6 al 19),
igualdad y no discriminación (arts. 20 al 26), solidaridad (arts. 27 al 38),
ciudadanía y derecho a una buena administración (arts. 39 al 46) parecen
reservados a los que ya son parte de la ciudadanía europea y a quienes su
propia Constitución contemple tales derechos como fundamentales y que, en consecuencia, se
deban garantizar por Ley.
Estamos, pues, ante un horizonte hacia el que caminar pero
ante un imperativo ético para llevar a la vida cotidiana, y a la praxis
política, administrativa y jurídica la necesidad de garantizar la dignidad
humana de toda persona.
Tal vez pueda
afirmarse que estamos todavía en esa andadura de más de setenta años, desde la Declaración Universal de los
Derechos Humanos, del 10 de diciembre de 1948, y sus considerandos, puesto que la libertad, la justicia y la paz en el mundo
tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca, y de los derechos
iguales e inalienables, de toda persona de la familia humana.
Basta con releer los
siete primeros artículos de la Declaración Universal de los Derechos Humanos,
sobre libertad e igual dignidad; sobre no discriminación; sobre el derecho a la
vida;… sobre el reconocimiento de la propia personalidad; y sobre la igualdad
ante la Ley; o leer también el artículo trece, donde se proclama el derecho a
circular libremente, para constatar la lejanía del horizonte. ¿Cómo garantizar
lo que es esencial para la familia de la Comunidad Humana?
Es inaplazable un pacto mundial sobre la dignidad de toda
persona humana, sin discriminación alguna.
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