sábado, 2 de octubre de 2021

HIPOACUSIA

     Desde el 13 de septiembre, el que en 1992 nos actualizara la visión de "La Peña y Arias Montano" y, en 2009, nos regalara con el Último Otoño (que recoge la  última noche de Arias Montano en la Peña), es decir, Carlos Sánchez Rodríguez, maestro y amigo,  me hizo llegar lo que ahora, con su condescendencia risueña, me permite publicar tal cual lo escrito:


     HIPOACUSIA

 

Estoy de enhorabuena. Mira tú por dónde acabo de saber que no soy sordo. No, no lo soy. Padezco hipoacusia, no sordera. La sordera supone una pérdida que supera los 70 decibelios (dB) de capacidad auditiva. Y yo tengo una pérdida de… bueno, qué más da. No llega a los 70 decibelios. Siempre creí que hipoacusia era un término científico-eufemístico equivalente a sordera. Pero no. Así que no soy sordo. Padezco hipoacusia, oiga, que no es lo mismo. El que no se consuela es porque no quiere.

Claro que sin ser sordo -repito que no lo soy- la hipoacusia no deja de ser… ¿un fastidio? No, un suplicio. Por ejemplo, vas a un recital poético y, a pesar de ponerte en primera fila y la mano ahuecada sobre la oreja, si el poeta decide que él no está dispuesto a machacar sus versos gritándolos como si fuera un vendedor de melones, y a medida que el poema gana en fuerza emotiva o densidad lírica él va bajando el volumen de voz hasta llegar al murmullo… al susurro y lo cierra con la última palabra en suspiro inaudible… que (por absurdo que parezca) arranca el aplauso del público…, te puedes divertir. Yo en una ocasión me aventuré a rogarle al poeta que, si fuera posible, en el próximo poema alzara un poco más la voz y su respuesta sí la oí bien clara: “Yo, como decía Gil de Biedma, en cuanto inicio la lectura me ensimismo tanto que leo solo para mí mismo”. Y claro, ante esa respuesta erudita tienes que callarte si no quieres quedar ante la concurrencia como un tarugo, como un auténtico ceporro. Ya sabemos que los poetas son narcisistas por naturaleza, pero no deja de ser un contrasentido hacer una lectura pública solo para ti mismo. Vamos, digo yo.

Te diré más. Hace poco estuve comiendo con unos amigos en un restaurante de Chipiona, frente al mar. Creo que se llamaba Los Corrales. Pues tu deficiente audición también es un suplicio cuando tienes en el plato unos salmonetes, con su rojo metalizado y su olor a mar, y la conversación del comensal que tienes al lado te exige concentrar toda la atención en el oído con menoscabo del gusto y del olfato y de todo. Quienes gozamos de hipoacusia, con un sentido sintético-reduccionista, solo oímos bien las vocales tónicas de la frase y todo lo demás queda al albur de la conjetura y la imaginación. Por ejemplo, ATÚN-RÓJO y CRÚZ-RÓJA para mí suenan prácticamente igual. Concretamente, mi compañero de mesa, culto y gran conversador, inició una parrafada en la que yo oía repetidas veces una palabra con los sonidos vocálicos Ú-Ó que interpreté como Cruz Roja, no sé si porque en algún momento vi una cruz roja en algún cartel. En fin, ya puedes imaginarte la cara de imbécil que tendría yo recomponiendo en mi mente, referido a la cruz roja, un discurso sobre la excelencia del atún rojo y las peripecias de su pesca. Delirante, ¿no?

Y eso no es todo. El asunto tiene consecuencias más graves que trascendiendo lo físico alcanzan, diríamos, lo metafísico. Si no hay fronteras distinguibles entre el  atún rojo’ y la ‘cruz roja’, ya me dirás: hemos llegado de manera inevitable al relativismo absoluto. Me da todo igual. Y de ahí, bajando un escalón más, llegamos al pasotismo. Y en ello estamos, me temo.

Pero ya te digo, sordo, lo que se dice sordo, no. Que quede claro.


Carlos Sánchez Rodríguez

13, septiembre, 2021