Con motivo de las XXXIV Jornadas del Patrimonio Histórico de la Comarca de la Sierra de Huelva, junto con un humanista -Carlos Sánchez Rodríguez- nos hemos atrevido a abordar el tema de la impronta personal de Don José Luis Bernabéu Amo, y su legado o patrimonio documental de la revista denominada "Villa-Aldea".
La ponencia ha tenido tal eco que se nos ha pedido difundirla de inmediato, aunque vaya a ser objeto de publicación de las Actas de las mencionadas Jornadas.
Consta de dos partes. Reproducimos ahora la primera parte, que transmite la experiencia personal de Carlos Sánchez:
I.- La efímera pero memorable presencia del P.
“Villa-Aldea” en la Sierra
Carlos Sánchez
Introducción
Mi intervención
pretende evocar la singular figura de José Luis Bernabéu Amo (Madrid 1923-1996
Valencia), el popular Cura “Villa-Aldea”, como introducción a la Ponencia de
Pepe Mora: El vivir de Los Marines en la Revista Villa Aldea.
Yo quizás sea el menos indicado para
hablar del P. José Luis porque muchos de los que estáis aquí seguro que lo
conocisteis mejor que yo, que tan solo estuve con él en tres ocasiones (que en
total no sumarían más de 3 ó 4 horas), pero me quedó un recuerdo muy vivo de
tan fugaces encuentros. Y también fui testigo del impacto que tuvo su presencia
en aquel momento.
Como digo en el título
de esta intervención mía, la estancia, la presencia del P. José Luis en la
Sierra de Aracena, fue efímera,
fugaz, muy breve. Duró poco más de un año [del 13 de abril de 1959 al 30 de
junio de 1960], pero en tan poco tiempo supo “Villa-Aldea” remover, zarandear
las conciencias y llegar a la gente, más allá del reducido ámbito de sus tres
parroquias rurales, Cortelazor la Real, Los Marines y Corterrangel-Castañuelos.
Fue un hombre controvertido, pero a nadie le resultó indiferente.
ºFue efímera, pero memorable, es
decir, digna de ser recordada. Dejó en la Sierra un recuerdo de su paso. Prueba
de ello es que cincuenta y nueve años después, hoy nos estamos ocupando de
él y de su Revista en estas Jornadas.
La irrupción del Padre
José Luis Bernabéu, "Villa-Aldea", -exclaustrado de los Terciarios
Capuchinos e incardinado en la diócesis de Huelva "ad
experimentum"- fue, como la calificaría con acierto su amigo Leopoldo
Alés, "un bombazo".
El 31 del pasado agosto habría
cumplido 95 años. En esa fecha, evoqué mis encuentros con él en un relato: Tres
momentos con el cura “Villa-Aldea”. Aquí voy a referirme
brevemente al primero y el último: un viaje en moto a Corterrangel y cuando
fuimos a darle la Extremaunción.
1.- Un viaje en moto a
Corterrangel.
Mi primer encuentro fue un viaje que hice con él a Corterrangel en su
moto, una Montesa. Pasé un miedo tremendo. Aquella máquina volaba.
Lo primero que yo destacaría: en aquel momento, “Villa-Aldea” apareció
como un cura diferente, distinto. Con un dinamismo arrollador. Sus maneras, sus
modos, sus palabras no eran clericales. Como símbolo de su singularidad, puede
servirnos su MONTESA. Era un cura diferente como la Montesa que manejaba.
Aquella moto cubierta
del polvo de los carriles recuerdo haberla visto reluciente, flamante, en la
relojería-joyería "Casa Seco" de Aracena. La tenían allí en
exposición y atraía la atención de todo el mundo. Recién llegado el Padre José
Luis a la Sierra, entró en la joyería y se dirigió a Manuel Seco: "Quiero
esa moto. No tengo ahora ni una peseta. Te la pagaré hasta el último céntimo,
puedes estar seguro. Pero la necesito ya, hora mismo, para atender a los
feligreses de mis aldeas". Con su labia irresistible, su desenvoltura y
seguridad desconcertaba a cualquiera. Manuel Seco telefoneó al proveedor de
Montesa que terminó dando su conformidad. Supo comerle el coco a Manuel Seco,
convencerlo para sacarle la Montesa sin adelantar un solo duro. A partir de ese
momento, la figura del Padre “Villa-Aldea” cabalgando su Montesa sería familiar
en la comarca yendo sin parar, arriba y abajo, por aquellos carriles pedregosos
y polvorientos, para hablarles de Dios a aquellos campesinos, suscitar su
solidaridad y cooperación, llevarles consuelo y medicinas, mejorar, en fin, su
estado de incomunicación y aislamiento.
A diferencia de la
Vespa o Lambretta, que eran entonces las
más usuales entre el clero, para cabalgar la Montesa había que remangarse la
sotana que resultaba un estorbo. Al padre “Villa-Aldea”, de andares rápidos y
nerviosos, se le enredada la sotana entre las piernas y por eso llevaba siempre
desabrochados los últimos botones de la rodilla hacia abajo. Nunca llevaba
alzacuello. Calzaba botos. Me decía que los aldeanos le habían enseñado cómo
andar a campo través y subir sin fatigarse cuando se pateaba el monte desde
Cortelazor a Corterrangel para estudiar por dónde habría que tirar los cables
entre las encinas y alcornoques para llevar la luz y el teléfono a las aldeas.
"He aprendido que de nada sirven las prisas; hay que subir despacio y a
grandes zancadas. Ellos me han enseñado a caminar". Claramente quería
darle a esta última frase un alcance metafórico.
Yo tenía entonces 20 años y él, 36. Lo veía
como un Superman. Representaba todo lo que yo no tenía: seguridad, coraje,
nervio, dinamismo, decisión, entrega ilimitada.
¿Pero qué era exactamente lo que me
cautivaba? Creo que sobre todo, había en su personalidad algo contradictorio y
desconcertante que seducía: Por una parte, un dinamismo arrollador, una especie
de urgencia que se manifestaba en sus maneras impositivas, apabullantes y
hasta broncas a veces; y por otra, un volcarse en compasiva delicadeza
por los más débiles, en lucha por mejorar la condición de aquellas aldeas
pobres y olvidadas.
Lo poquísimo que
conocemos de sus antecedentes personales nos deja ya entrever ese fondo
contradictorio y bipolar. En 1936, con tan solo 13 años, se alistó en un tercio
del requeté y luego fue legionario. Más tarde, entró en los Capuchinos, en la
"orden seráfica". Mezcla extraña, sin duda: un cruce o mestizaje
entre legionario y franciscano. El empuje indomable de la legión con la
delicadeza estética franciscana. Eso era, creo, lo que me atraía en aquel
hombre resuelto, enérgico y atlético: un franciscanismo a las bravas, a lo
bárbaro; unas formas imperiosas y ásperas para camuflar su ternura. En
ocasiones uno se hace el duro para no dejarse ablandar por la emoción y ocultar
los sentimientos. Pues a mi modo de ver, el Padre "Villa-Aldea” vivía así
de forma permanente.
Desde luego el aspecto
atlético y el ímpetu del P. José Luis para nada recordaban al Santo Seráfico,
pero siete siglos después, este hombre -estoy seguro- se alimentaba del ideal
de Francesco, il poverello d'Assisi, el santo que más se acercó a los
hombres para acercarse a Dios. El Padre "Villa-Aldea" también se
acercó a aquellos aldeanos pobres cuyos nombres desfilan por las páginas de su
revista.
Porque siempre
manifestó una clara preferencia por las aldeas, que en aquella época vivían en
un enorme atraso y aislamiento; eran “La Periferia”, como diría hoy el Papa
Francisco. Con estas palabras se abre la portada del primer número de la
Revista, como una especie de manifiesto:
“VILLA-ALDEA” SALUDA A
AQUELLOS A QUIENES VA DIRIGIDA. A LOS ALDEANOS EN PRIMER LUGAR (LOS ÚLTIMOS
SERÁN LOS PRIMEROS) DE CASTAÑUELOS Y CORTERRANGEL, LOS QUE VIVEN SIN LUZ
ELÉCTRICA Y DESCONOCEN EL USO DEL TELÉFONO. LOS QUE VIAJAN TODAVÍA PARA
LLEGARSE A ARACENA COMO EN EL SIGLO XVII LO HICIERON SUS ASCENDIENTES, SOBRE EL
LOMO DE LAS BESTIAS O EN EL MÁS BARATO DE LOS VEHÍCULOS, QUE ES QUE LLEVA CADA
PERSONA EN SUS PIERNAS. […]
“VILLA-ALDEA” ES UNA
REVISTA ALDEANA. ORGULLOSA, ADEMÁS, DE SERLO. PORQUE RESULTA QUE CRISTO ERA UN ALDEANO Y LA VIRGEN
FUE UNA ALDEANA. Y AL SERLO ELLOS, NOS ENNOBLECIERON A NOSOTROS. […]
2.- Extremaunción
El seis de enero de
1960 acompañé a Leopoldo Alés, capellán de las Carmelitas de Aracena y párroco
de Carboneras, para darle la Extremaunción al Padre José Luis. A propósito de
ese encuentro quiero fijarme en dos aspectos. En la Revista Villa-Aldea que era su propia ‘persona’ en el sentido etimológico de
esta palabra, su “máscara de actor”. Y así lo entendió el pueblo que siempre lo
llamó por ese nombre, El Padre “Villa-Aldea”. Y, en segundo lugar, en su temple
frente a la muerte.
Seis de enero, día de Reyes de 1960. Aparece
cariacontecido don Leopoldo, “Sé que no vengo en el mejor momento, pero quiero
que me acompañes. Voy a Cortrelazor a darle la Extremaunción a “Villa-Aldea”.
Preciso es aclarar que en aquellos años decir
Extremaunción o darle a uno el santolio era tanto como anunciar una muerte
inminente. Era un sacramento que solo se administraba in extremis, poco menos que in
articulo mortis. (Después del Concilio Vaticano II, pasó a llamarse “Unción
de los enfermos” suprimiendo lo de “extrema” para quitarle ese carácter de
ultimidad, de estar al borde o a las puertas de la muerte y se le puede
administrar a cualquier enfermo cuyo mal revista cierta gravedad). “Pero ¿qué
le ha pasado?”, repetí. “Parece que ha tenido un vómito de sangre”. Pero así lo
contaría el propio “Villa-Aldea” días después en la revista [10 de enero de
1960]:
Tosí y como una bola de sangre que hervía subió por mi garganta. El
pañuelo se tiñó de rojo y yo no sé qué color tomaría, pero o me puse morado o
me quedé blanco. ¡Sangre por la boca! Es como la Muerte que te coge y que te
aprieta. Como la vida que se te escapa en cada borbotón de sangre.
Cuando pasó aquello, cuando me vieron los médicos y me dijeron que no
era cosa de muerte, ya me sentí feliz. Y el día seis de enero los Reyes me
trajeron otro rato de sangre más terrible, más duro, con el que la muerte me
parecía tan cerca que llamé al cura para la Extremaunción. Dijeron que mis ojos
se vidriaron como los tuyos en la Cruz y dicen que, mientras me desvanecía,
repetía “que se haga tu voluntad, Dios mío”, pero seguramente si hablé contigo,
hablaba el miedo porque solo recuerdo miedo, miedo, miedo.
Entramos en la
casa parroquial, justo frente al costado de la iglesia de Cortelazor, con ese
pellizco o aprensión ante la sospecha de lo que íbamos a encontrar. Al pasar,
en la primera habitación a la izquierda, la pieza principal de la casa, estaba
lo que pomposamente podríamos llamar la Redacción de la Revista ‘Villa-Aldea’, es decir, el despacho del
Padre José Luis. Siempre el lugar de trabajo, el estudio, ese “territorio”
marcado especialmente nos dice mucho, nos revela la personalidad del usuario.
No era una habitación en desorden, pero sí un espacio algo caótico. Un amplio
tablero sobre caballetes como mesa de trabajo adosado a la pared bajo la
ventana, con revistas, libros, papeles y la máquina de escribir. Al otro lado,
la multicopista, cajas de aquellos clichés que se perforaban al mecanografiar
sobre ellos, tubos de tinta, paquetes de papel apilados. Una larga repisa
corría a lo largo de la pared; sobre ella, algún portafoto, algunas botellas de
whisky, pipas y sobres de tabaco de
hebra, botes con lapiceros y punzones, guantes de boxeo… No era una habitación
en desorden, repito; tampoco, desde luego, un despacho con ese orden impoluto
de mírame y no me toques. Allí reinaba cierta anarquía que más bien denotaba
lugar de trabajo de alguien dinámico y creativo. Y lo más llamativo, por
supuesto, el saco de boxeo que colgaba del techo en el centro de la habitación
para el entrenamiento de aquel cura púgil que descargaba sobre él su necesidad
de quemar energías y acaso de sublimar su empuje y combatividad.
Lo imagino en las noches de Cortelazor tecleando la máquina y a veces,
mientras le viene la idea, plantado de un salto ante el saco descargando una
serie de golpes sordos para volver de nuevo a la mesa –el saco queda en el
centro balanceándose-, encender una pipa y tomar un trago de whisky. Y de nuevo tecleando y picando
los clichés directamente, sin borrador previo, con ese estilo nervioso,
directo, diríamos alla prima, sin
tanteos ni “arrepentimientos”. En eso estriba la efectividad y fuerza de su
estilo que transmite espontaneidad e inmediatez.
Él escribía la revista
del tirón, de cabo a rabo, en todas sus secciones con diferentes registros y
desdoblándose en distintos personajes, periodistas, jefes de redacción, etc.
que con frecuencia despotrican del “repelente” y “estúpido” Director.
El éxito y la
repercusión que tuvo en la Sierra -y mucho más allá- ese humilde boletín
interparroquial, la revista ‘Villa-Aldea’,
es un auténtico fenómeno que merecería un
detenido análisis. Algo sorprendente.
En esas páginas a ciclostil
queda constancia del espíritu y aliento del Padre “Villa-Aldea”.
Para mi tranquilidad, cuando entramos en su
cuarto me encontré al “Villa-Aldea” de siempre, con buena cara, incorporado en
la cama y apoyado sobre la almohada doblada. El único indicio de lo ocurrido
era un pañuelo con manchas de sangre que tenía junto a la almohada. Acaso por
los nervios hablaba aún más deprisa de lo que era habitual en él, como si las
ideas le acudieran mucho más rápidas que la posibilidad física de articular las
palabras.
De pronto,
avisados sin duda por alguien, aparecieron en el marco de la puerta el
párroco-arcipreste de Aracena, don Amadeo, y su incondicional coadjutor, don
Serafín. Estuvieron todo el tiempo de pie. Se les notaba incómodos y tensos.
Don Amadeo dio un paso adelante: “Pero, bueno, ¿qué te ha pasado? Es que no
puede ser, no puedes seguir así. Tienes que llevar una vida más ordenada y
tranquila, tienes que cuidarte.”
“Villa-Aldea” se señalaba con el índice la boca y la garganta y movía
negativamente la cabeza para significar que no debía o que le habían prohibido
hablar. Don Amadeo siguió diciendo que cómo no le habían dicho nada, que había
sido el último en enterarse. Habló de su
responsabilidad y que él debía estar informado de todo, que para eso era el
Arcipreste. Como don Amadeo comprobó que no le sacaría una sola palabra a
“Villa-Aldea” y este, cerrado en banda, gesticulaba que no podía hablar
señalando el pañuelo ensangrentado, de pronto se oyó “Vámonos, Serafín, que
aquí ya no tenemos nada que hacer”.
En cuanto dieron media vuelta, “Villa-Aldea” nos miró con
complicidad a Leo y a mí sin decir palabra para dar tiempo a que llegaran a la
puerta de la calle. No habrían traspuesto el umbral, cuando de pronto hundió
para dentro el labio inferior, dio un silbido largo y al momento, en respuesta,
se oyó la carrera de un cuerpo pesado que al entrar rozó la puerta de la
habitación y la dejó vibrando; aquel perrazo de un brinco se encaramó en la
cama. Le acarició la cabezota y a una señal suya, Pilo, un Bulldog enorme, se
echó en el suelo junto a la cama de forma que “Villa-Aldea”, con el brazo
derecho caído, alcanzaba a pellizcarle una y otra vez los gruesos pliegues de
piel. Me miró: “¿Ves? Lo que le estoy haciendo le tiene que doler, pero no
protesta”. El perro, inmóvil, tan solo levantaba un ojo. “Tiene en mí una
confianza ciega, total, absoluta. Si se lo hicieras tú, ya verías”. “Esta
mañana he sentido miedo –continuó-, esto me ha herido, pero mi confianza en
Dios es total. Respecto a Él me siento como Pilo conmigo: aunque le duela, sabe
que yo nunca le haré daño”. Puedo asegurar que más de una vez, en distintas
ocasiones, he evocado esta escena que tengo grabada en mi memoria y me ilustra
lo que es la confianza, esa actitud de “abandono” de la que hablan los maestros
espirituales.
Aquel día de Reyes de 1960 “Villa-Aldea” creyó que se moría.
Ya soy un hombre maduro. He visto dos guerras. Sé lo que son las
heridas. Pero ¡sangre por la boca! […]
Acaso en su ardor juvenil de soldado voluntario soñó la Muerte como una
pasión turbulenta y necrófila, como una amante terrible y destructora que
seduce, cautiva y encumbra a los héroes cubriéndolos de gloria. Más tarde la
sintió como una hermana, igual que Francisco: Laudato si,’ mi’ Signore, per sora nostra morte corporale, de la quale
nullu homo vivente pò skappare.
Pero merece subrayarse
que en este trance “Villa-Aldea”, pese a su temperamento y coraje, no pretendió
“dar la talla” proponiéndose como ejemplo para sus lectores y feligreses; no
tuvo empacho en escribir: solo recuerdo
miedo, miedo, miedo.
Faltarían todavía
treinta y seis años para que tuviera en Valencia su encuentro definitivo con la
Muerte (Valencia, 17-F, 1996). En ese trance lo sorprendemos dialogando con
ella: No temí nunca, hermana Muerte / que
vinieras // […] En esta última ocasión apenas se deja entrever también el
miedo: Hazlo leve / y aun deprisa. Lo
acepto todo.
SICUT VITA, FINIS ITA
Para mí, la biografía
que conocemos del Padre José Luis se parece a un libro incompleto al que le han
hurtado capítulos esenciales para tener una cabal interpretación y solo le han
dejado la página final, más aún, tan solo las frases finales que cierran el
último capítulo. Y uno daría cualquier cosa por salvar ese vacío, esa laguna, y
conocer los capítulos que faltan. Pero el final que conocemos mantiene el alto
voltaje existencial del protagonista, de ese luchador nato que nunca se anduvo
midiendo las palabras. Las últimas suyas tienen su sello, su acento
inconfundible. En ellas reconocemos perfectamente al personaje que fue –como él
diría de su revista- “un hombre pobre, pobrísimo, pero nunca un pobre hombre”,
sino alguien con madera de héroe; alguien que desde niño eligió una forma de vivir arriesgada,
intrépida, comprometida. También “Villa-Aldea”, como escribió Unamuno en su
epitafio, llega a su final deshecho del
duro bregar, pero, a diferencia de este, renuncia a dormir en ese misterioso hogar. No quiere –dice- soñar.
No deseo el Cielo. / Solo deseo la nada. / Descansar en
la nada para siempre. Rotundo como siempre fue, sin
medias tintas, Tú que eres TODO, dame la
NADA.
CONCLUSIÓN
Cuando estaba el Padre José Luis Bernabéu en la Sierra (1959-1960),
eran tiempos preconciliares y en plena época franquista. La mentalidad de aquel
momento no sería extrapolable al nuestro. Quizá por eso y sobre todo por su
originalidad y carisma, “Villa-Aldea” no es imitable ni valdría como ejemplo a
seguir al pie de la letra, pero sí merece desde luego nuestro agradecido
reconocimiento. Fue como un meteoro que se abrasó en el roce de su carrera.
La prueba de su
impacto y celebridad es que hoy y aquí, en Los Marines, estemos hablando de
“Villa-Aldea” 59 años después porque, además de la talla humana y cristiana, y
de su ejemplo como párroco de estos pueblos y pedanías rurales, el año que
él vivió aquí es seguramente el más documentado de la historia, más aún, de la
intrahistoria de Los Marines, del vivir día a día de su vecindario, por el
testimonio que ha quedado en su “papelucho”, como él a veces lo llamaba, en su
revista Villa-Aldea.