Estoy de
enhorabuena. Mira tú por dónde acabo de saber que no soy sordo. No, no lo soy.
Padezco hipoacusia, no sordera. La sordera supone una pérdida que supera los 70
decibelios (dB) de capacidad auditiva. Y yo tengo una pérdida de… bueno, qué
más da. No llega a los 70 decibelios. Siempre creí que hipoacusia era un término científico-eufemístico equivalente a sordera.
Pero no. Así que no soy sordo. Padezco hipoacusia, oiga, que no es lo mismo. El
que no se consuela es porque no quiere.
Claro
que sin ser sordo -repito que no lo soy- la hipoacusia no deja de ser… ¿un fastidio?
No, un suplicio. Por ejemplo, vas a
un recital poético y, a pesar de ponerte en primera fila y la mano ahuecada
sobre la oreja, si el poeta decide que él no está dispuesto a machacar sus
versos gritándolos como si fuera un vendedor de melones, y a medida que el
poema gana en fuerza emotiva o densidad lírica él va bajando el volumen de voz hasta
llegar al murmullo… al susurro y lo cierra con la última palabra en suspiro
inaudible… que (por absurdo que parezca) arranca el aplauso del público…, te
puedes divertir. Yo en una ocasión me aventuré a rogarle al poeta que, si fuera
posible, en el próximo poema alzara un poco más la voz y su respuesta sí la oí
bien clara: “Yo, como decía Gil de Biedma, en cuanto inicio la lectura me
ensimismo tanto que leo solo para mí mismo”. Y claro, ante esa respuesta
erudita tienes que callarte si no quieres quedar ante la concurrencia como un
tarugo, como un auténtico ceporro. Ya sabemos que los poetas son narcisistas
por naturaleza, pero no deja de ser un contrasentido hacer una lectura pública
solo para ti mismo. Vamos, digo yo.
Te
diré más. Hace poco estuve comiendo con unos amigos en un restaurante de
Chipiona, frente al mar. Creo que se llamaba Los Corrales. Pues tu deficiente audición
también es un suplicio cuando tienes en el plato unos salmonetes, con su rojo
metalizado y su olor a mar, y la conversación del comensal que tienes al lado te
exige concentrar toda la atención en el oído con menoscabo del gusto y del olfato
y de todo. Quienes gozamos de hipoacusia, con un sentido sintético-reduccionista,
solo oímos bien las vocales tónicas de la frase y todo lo demás queda al albur
de la conjetura y la imaginación. Por ejemplo, ATÚN-RÓJO y CRÚZ-RÓJA para mí suenan prácticamente igual. Concretamente, mi compañero
de mesa, culto y gran conversador, inició una parrafada en la que yo oía repetidas
veces una palabra con los sonidos vocálicos Ú-Ó que interpreté como Cruz Roja, no sé si porque en algún momento
vi una cruz roja en algún cartel. En fin, ya puedes imaginarte la cara de
imbécil que tendría yo recomponiendo en mi mente, referido a la cruz roja, un
discurso sobre la excelencia del atún rojo y las peripecias de su pesca. Delirante,
¿no?
Y
eso no es todo. El asunto tiene consecuencias más graves que trascendiendo lo
físico alcanzan, diríamos, lo metafísico. Si no hay fronteras distinguibles entre
el ‘atún rojo’ y la ‘cruz roja’, ya me dirás:
hemos llegado de manera inevitable al relativismo absoluto. Me da todo igual. Y
de ahí, bajando un escalón más, llegamos al pasotismo. Y en ello estamos, me
temo.
Pero
ya te digo, sordo, lo que se dice sordo, no. Que quede claro.
Carlos Sánchez Rodríguez
13,
septiembre, 2021
Simpática anécdota de nuestro querido Carlos. Tal vez su dureza de oído le haya servido para agudizar el ingenio y desarrollar otras cualidades humanas como la observación, la sensibilidad y la empatía. Un enorme abrazo a los dos.
ResponderEliminarSí que considero el buen humor de este hipoacúsico que creía estar sordo. Si la disminución auditiva te ha creado ese buen humor, no hay mal que por bien no venga, pero mucho me temo que el buen humor ya lo tenías y que ahora toca lidiar con describir los sonidos y no confundir palabras que te lleven a manifestarte von cara de incomprensión, no de imbécil. Nos toca readaptarnos constantemente con el mundo exterior y con nuestro interior. Un abrazo.
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